Los Dioses de Sábol

Sábol no era un lugar como otro cualquiera. Era tan pequeño que todos sus habitantes se trataban como si fueran familia, tanto que cuando uno se hacía mayor aprendía que a quien había llamado "tío" toda la vida en realidad no lo era, pero aun así, nunca dejaba de llamarlo "tío".

Entre tíos, primos y demás familiares postizos tenían su palacio los Dioses de Sábol. Éste estaba justo al final del reino y para llegar había que atravesar la calle principal, recorrido que pese a ser corto podía durar horas, ya que no estaba permitido, por decreto real, cruzar la avenida sin parar a saludar a todos y cada uno de los vecinos que salían a tu paso. Así, era muy frecuente tener que parar en la entrada, donde había quien salía en busca de conversación mientras simulaba esperar un autobús. Allí podía hacerse de noche mientras unos y otros arreglaban el mundo y vigilaban curiosos quién entraba y salía de Sábol. También habría que pararse en la cantina, donde tanto se podía comprar un cartón de leche como tomarse un vino, jugar a cartas o gozar de un privilegio que sólo allí tenían: el teléfono, un artilugio bastante moderno cuyo consumo se medía en "pasos" que se iban marcando en un contador oculto tras la barra y que indicaban a tu tía en cuestión cuánto debías pagarle una vez terminada la llamada. Y cuando colgabas, mientras buscabas el dinero, ella y todos los tertulianos allí reunidos comentarían contigo la conversación que acababas de tener y que habían escuchado con suma atención, pues en Sábol no existían ni la intimidad ni los secretos.

Y podías seguir parándote en muchos otros lugares antes de topar con las puertas plateadas del palacio. En el horno, por ejemplo, que te haría abrir el apetito con su olor a pan recién hecho, o en la Fuente Aruom,la más famosa, la que daba el agua más fresca que jamás habías bebido.

Era un palacio grande, antiguo y sencillo levantado años atrás con mucho tesón y pocos posibles con la idea de que durara toda una vida. Desde el exterior de la muralla que lo rodeaba podía verse la escalinata irregular de piedra inhóspita que subía y desembocaba en una galería larga y estrecha, también de piedra, que servía para comunicar todas las estancias de la parte superior mientras hacía las veces de mirador oficial del reino, desde el que observaban y eran observados, en sus quehaceres cotidianos, los Dioses de Sábol. En la parte de abajo, invisible al visitante sin abrir las puertas plateadas, se encontraba el enorme patio gris que antaño había servido de refugio para soldados durante la devastadora guerra civil del agua.

Cuenta la leyenda que los Dioses renunciaron a toda clase de poderes sobrenaturales. Quisieron ser llamados dioses pero no por ello ser superiores a nadie. Quisieron ser mortales, trabajar duro y vivir de forma humilde y cercana a todos los habitantes de su reino. Labraron tierras, criaron animales, viajaron y trabajaron para buscarse la vida, dejando siempre abiertas las puertas del palacio para quien quisiera entrar. La casa del tío Dios, así es como todos lo llamaban.

A cambio de tan loable actitud se les concedió un deseo: podrían regalar un don a cada uno de los hijos que tuvieran. Sólo uno, bien buscado, para cada hijo. Un poder que formaría parte de sus caracteres y de sus vidas para siempre y que, por tanto, no sería fácil de elegir. Un gran poder, dicen en Sábol, conlleva una gran responsabilidad.

Los Dioses tuvieron cinco hijos, tres chicas y dos varones, y tardaron muchos años en decidir con qué dotarían a cada uno de ellos. No quisieron precipitarse y dejaron que crecieran para poder tomar la decisión adecuada. Los niños nunca supieron nada, ni siquiera que sus padres eran dioses de verdad. Siempre pensaron que era un apodo que tenía que ver con su apellido.

Los tiempos cambiaron deprisa y Sábol empezó a hacerse pequeño para todos. Sus habitantes soñaban con vivir en una gran ciudad donde pudieran ganar dinero, tener su propia casa y ¡hasta su propio teléfono! y una a una fueron vaciándose las casas de los tíos que nunca lo fueron. ¡Ay, si los Dioses lo hubieran sabido! Tal vez no habrían renunciado a sus poderes y habrían dispuesto que todo se quedara tal y como estaba, que a nadie le pudiera el ansia y que entre todos lucharan para que Sábol fuera siempre el que era entonces. Pero ya habían renunciado a su condición y sólo había algo de lo que podían disponer.

La primera en marcharse fue la hija mayor. Por vez primera sintieron los Dioses que su familia no estaba completa y tan duro fue notar su ausencia que inmediatamente supieron qué don regalarle:la hospitalidad. Estuviera donde estuviera, viviría para reunirlos a todos bajo su techo. No fue de extrañar que, años después, todos los miembros de la cada vez más numerosa familia se reunieran en casa de ella a saborear sus platos, pues aunque éste no había sido un regalo divino, también contaba con el don de la buena cocina.

Los tres hermanos menores no tardaron en seguir sus pasos hacia la gran urbe. ¡Qué difícil era buscar una nueva vida! ¡Cuántos problemas, cuánta añoranza, cuántas cosas que aprender! Para ellos reservaron sus padres tres de las mejores cualidades que una persona puede desear: la alegría, la confianza y la sabiduría. La segunda de sus hijas sería conocida por su risa y tuvo siempre, a pesar de las dificultades, una carcajada a punto y el mejor sentido del humor. Nunca hubo nada ni nadie que la derribara, ni el más grande de los problemas. El tercer hijo confiaría tanto en sí mismo que haría sin darse cuenta que todos confiaran en él, por lejos que estuviera, ante la menor complicación, porque sólo él desprendía y contagiaba esa seguridad que todos necesitamos. La cuarta no sólo fue la hija más sabia por las ganas que tuvo siempre de aprender, sino también la más responsable y precabida. Sus sabios consejos llegaban siempre puntuales a quien los necesitaba y sus días parecían estirarse para llegar a todo, para cuidar de todos.

Ya sólo fataba el don del más pequeño, y fue ésta para los Dioses la decisión más complicada, pues debieron tomarla en el momento en que ellos mismos, junto a su benjamín, abandonaban Sábol y su palacio para probar suerte en la ciudad. Y fue difícil porque el niño no parecía necesitar nada. Era feliz en Sábol y demasiado joven para entender por qué querían sacarlo de allí. Iba a la escuela, jugaba en el monte con sus amigos y no tenía, por aquel entonces, ninguna preocupación por su futuro laboral. Él quería quedarse para siempre, ¡para siempre jamás! decía entre llantos.

Al escucharlo, los Dioses se entristecían y al mismo tiempo se emocionaban. Qué bonito, pensaban, que ame tanto el lugar en el que ha nacido y que se marche de aquí lo bastante pronto como para no aborrecerlo. Y tan bonito les pareció que desearon que nunca se le acabara ese sentimiento, que fuera siempre el niño que entonces veían. Fue así como le dieron la magia.

Fue el mejor de los magos. Sus trucos atraían a los niños porque él siempre fue un niño, y no hubo nunca nada ni nadie que le hiciera perder su amor por Sábol. Volvía allí cada verano. Con sus padres, con sus hermanos, con su esposa y su hija...Crecía sin hacerse mayor y no perdía nunca las ganas de volver. Pero Sábol parecía condenado a desaparecer. Se convertía poco a poco en pueblo fantasma y él se moría de pena al verlo. Muchas veces pensó en comprarse una casa cerca de allí y mudarse con su familia. ¡Incluso tenía convencidos a sus hermanos! Pero nadie se decidía. Al final todos concluían que allí no había nada y que existían mil lugares mejores en los que comprar una casa. Y quizás no les faltaba razón, pero el hijo era insistente. Más que insistente...¡era mago! Así que sólo tuvo que pensar en un buen truco. Y confió en que sería posible, meditó sabiamente un buen número y entregó la moneda dorada al quiosquero. Un toque de varita y ¡chas!

Nadie recuerda cuánto dinero ganó el hijo pequeño con ese boleto de lotería ni cómo se lo montó para comprar el pueblo entero y construírlo de nuevo con el mismo encanto que tenía cuando él lo abandonó. Con la misma alegría y la misma hospitalidad que hacen que hoy sea el pueblo más visitado de la comarca. A él acuden cada verano no sólo los que allí crecieron, sino miles de turistas de todos los lugares del mundo que con sus cámaras de fotos inmortalizan las calles empedradas, el horno, las fuentes de agua impecable. Puede que ellos no tarden tanto en cruzar la calle principal, pero seguro que al llegar se detienen en la entrada, donde una enorme placa plateada dice con letras grabadas: Bienvenidos a Sábol...¡para siempre jamás!

Comentarios

Gerard ha dicho que…
"Un gran poder, dicen en Sábol, conlleva una gran responsabilidad."

Esto es un plagio de Spiderman!!!!
Gerard ha dicho que…
Así que por culpa de este cuento perdí mi sesión diaria de escritura... Lo que me sorprende es q lo hayas escrito en menos de 2horas. Debías de tener un ataque inaplazable de inspiración desbocada, no?
claramarse ha dicho que…
Lo del plagio, lo sé...pero no es un plagio, es un intertexto! (tomaaaaa). Es para que luego digas que no hago caso de las pelis q me obligas a ver. Lo de las dos horas...en realidad fue algo más.
alex ha dicho que…
Desarrollas, depuras y extiendes, lo aderezas con un mundo complejo alanmooriano y puedes escribir una "Historia interminable" !!!
elena ha dicho que…
joooderr!!!! q sepas q me as echo llorar.... me ha encantado
Marta ha dicho que…
clara! q maravilla! me ha encantado. si tienes mas te publico un libro, seguro q anna nos ayuda, e imma hace las ilustraciones. ahora no diras q no tienes tiempo.. enhorabuena!
claramarse ha dicho que…
Gracias a todos por vuestros halagos, me hacen muchísima ilusión. Muacks!!
Victor ha dicho que…
Muy bueno prima!!!
Llorar no, que uno es muy duro...
Pero la piel de gallina si que me has puesto
Eli ha dicho que…
Bueno después de tanto oir hablar de Sábol por fin me he decidido a leerlo. Y todos los comentarios recibidos no son para menos.
Me ha encantado! Para cuando la segunda entrega?

Entradas populares de este blog

Reclamaciones a RENFE Cercanías

¡Di Zapastra!

Sí, os quiero